En los tiempos de antaño solían ir las mujeres de Jipijapa a los manantiales de Chocotete a lavar la ropa. Cargaban los grandes atados sobre los mulares y con los primeros rayos de sol llegaban hasta aquellos bellos parajes. Cerca de los lugares donde manaba aquella cristalina agua se hallaban colocadas piedras grandes y lisas. Ayudadas con el “mate ancho” recogían el agua que a borbotones salía de la tierra.
Estos lagrimales se hallaban al pie de una ladera, en la parte superior de esta, había un árbol de naranjo, que por extraño que os parezca todo un siempre, sin importar que fuera invierno o verano, se hallaba cargado de hermosas y dulces naranjas que provocaban a las personas que las miraban.
Cuentan las señoras lavanderas que el árbol permitía que cogieran sus frutos solamente para ser consumidos en el lugar. El ¿Por qué? Nadie lo podía adivinar. Lo cierto es que un día un joven desoyendo la voz de sus mayores trato de llevarse las naranjas a su casa, pero cual no sería su sorpresa que, ante sus ojos, el paisaje del lugar cambio totalmente, una vegetación exuberante dio paso a las matas de cerezo, moyuyo, obos y cactus.
Asustado, busca el camino que da a los manantiales, no lo haya, en su lugar un pequeño lago emerge, peces dorados que saltan en el agua azulada, murmullos extraños, lamentos apagados, como si las plantas cobraran vida, conversan entre ellas; variedad de pájaros revoloteando entre los árboles. A lo lejos deslumbra un camino, corre hacia el, avanza y llega otra vez al árbol de naranjo.
Agotado se deja caer, las naranjas ruedan por el suelo, la vegetación desaparece, el paisaje vuelve a ser el mismo; el, enloquecido corre hacia donde escucha la voz de las lavanderas, les comunica lo que sucedió, ellas miran hacia el árbol y una sonora carcajada se desprende de las ramas del naranjo.
Con el pasar de los años se fue perdiendo la vegetación del cerro, hasta convertirse en un risco. Al árbol, ya nadie lo ha visto, pues un día desapareció de la misma forma que emergió de las entrañas de la tierra.
Autora
Aracely Gonzalez